Epistolario / Carmen Villoro
Rosalba nos escribe sus cartas desde el territorio incierto de los sueños donde ha decidido pasar una temporada para explorar con los ojos y la piel del recuerdo ese paisaje interno poblado de asombro, miedo, soledad, angustia. Sabemos por el silencio reflexivo de sus personajes que el viaje ha sido largo y doloroso y que el tren color sepia en el que se transporta se ha detenido en cada una de las estaciones de la vida hasta llegar a la primera, la más intensa y triste, la más plena desolación y confusiones: la infancia, ultimo punto de regreso, y sin embargo punto de partida. Sabemos que ha viajado lejos porque sus cartas vienen impregnadas del olor a otras tierras, cargadas de rumores vagos. Sus páginas, un poco maltratadas, guardan las huellas del viento que las ha batido, de la lluvia que las ha humedecido, del sol ardiente que las ha secado. Su caligrafía a veces ilegible es prueba del camino andado entre selvas voluptuosas y bosques fríos, praderas amplias y desiertos yermos. Y cuando las miramos, algo de ráfaga y de luz nos llega del trayecto sinuoso. Porque estas cartas no se leen, se miran. Es la mirada el vehículo por el que la pintora se transporta y es la mirada la que dice, con sus palabras-tonos, con sus texturas-versos, con sus silencios-sombras, lo que el que mira escucha.
Para Rosalba, mirar es oír, hablar, comprender. El ojo que se asoma por la cerradura quiere saber lo que del otro lado de la puerta, de la realidad, del otro lado del Yo. Su miradas la que te permite escudriñar, descubrir el misterio, develar los secretos cubiertos por los velos del tiempo. A través de sus ojos la artista se interna en su pasado pero también quiere ver el porvenir. Lo desconocido, lo incierto de su mundo personal. Mirada hacia adentro y hacia fuera, mirada que quiere dar sentido y encontrar esperanza.
La mirada ha sido el vehículo de Rosalba. La pintura es la llave que le permite abrir los recintos obscuros de su alma y quedarse a vivir un tiempo entre sus fantasmas. Y es también la herramienta que le permite salir de esos espacios al jardín iluminado del presente. Desde niña, aún sin saberlo, ha tenido esa llave colgada al cuello como recurso de salvación. La ha llevado consigo a través de los años, esperando el momento de madurez y fuerza para poder usarla. Por eso ahora que sabe se atreve, ha emprendido el viaje, porque puede sentir la llave en el bolsillo.
Y desde allá, desde aquí, nos escribe. Sus pinceles-plumas, sus cuadros manuscritos abren otros lugares, los del observador que lee en sus cartas su propia alcoba inexplorada. De intimidad a intimidad se establece un dialogo de confesiones susurradas al oído, de alianzas tacitas.
Su pintura crepuscular, elaborada en tonos ocres, nos contagia de una nostalgia conocida, de ese sentimiento de soledad del ser que todos experimentamos. Pero, al mismo tiempo, sus cartas nos devuelven la presencia del otro, la certeza de que en el arte está el encuentro.